Enfocada en aliviar el sufrimiento de niños, jóvenes y familias que transitan el diagnóstico y tratamiento del cáncer, la Fundación Lacaracola, liderada por Carolina Galaz (OG 1985), se erige como un faro de esperanza en las situaciones más difíciles. Carolina, con valentía y creatividad, ha logrado combinar las Artes Expresivas con la enfermedad y con la transición final, infundiendo dignidad y amor en cada paso del camino.
"Formaba parte de la barra del colegio Saint John's y observaba con admiración la del Saint George, que constaba con cientos de personas. Quería ser parte de esa energía y fortaleza. Fue allí donde conocí a compañeros como Carola Correa, Susana Larraín, Santiago Sánchez,Pablo Palet, Claudio Orrego, Tato Correa, Alejandro Ferreiro, Eugenio Ortega y Mónica Pérez entre otros”, rememora.
“La estadía en el colegio Saint John 's era insostenible. Mi personalidad explotaba en una estructura rígida y cerrada” relata. Cuando me dijeron que no había posibilidad de entrar al Saint George, fui llorando a hablar con Gisela Tapia y me dijo una frase que cambiaría mi vida pues me impulsó a lograr cosas maravillosas: ‘El que la sigue la consigue’".
Carolina pasó tres semanas de enero visitando el colegio diariamente, de 8 de la mañana a 4 de la tarde, con el objetivo de persuadir a Bascuñán, el inspector de Media, de que merecía una oportunidad. Y con esa determinación, la futura fundadora de Lacaracola se convirtió en una georgiana.
¿Qué lugar del colegio se convirtió en tu favorito?
Los jardines. Que te pudieras echar en el pasto. Vivía con alergia, pero siempre tenía un escape. Lo que aprecio del colegio es la libertad, que tenía consecuencias, pero podías ser quien eras. Yo sé que no todos vivieron esa experiencia, pero yo fui quien quise ser. Es por eso que aprecio mucho ese espacio de libertad que me dieron.
¿Cómo se reflejó tu paso por el Saint George en tu desarrollo personal y profesional?
Siento que salí del colegio y me lancé a un mar de vivencias. Mi profesor jefe en Tercero y Cuarto Medio C, Oscar Errázuriz, me ayudó a fortalecer mi autoestima y a creer en mis sueños. Mi profesora de filosofía permitía que hiciera exámenes en forma de poemas. En las clases de inglés con Canepa, como me costaba escribir, me permitían realizar monólogos y usar el teatro. Todo lo que recibí fueron oportunidades, y fue así como empecé a amar el colegio, donde pasaba de las 8 de la mañana a las 8 de la noche.
Aprendí sobre la vida y me permití soñar. El colegio me enseñó a pensar en grande y también me guió en lo social, mi mayor motivación. Me alentó a mirar más allá y a acercarme a lo que se oculta: la pobreza, el dolor, aquello que otros evitan. Esto me impactó profundamente. Fue un espacio de expresión y reflexión. Amé este colegio con mi alma.
¿Y en qué se transformó todo eso?
En la Fundación Lacaracola, donde, de manera inconsciente, creo que busqué dejar un legado. Ahora, siete años después de su creación, veo que se ha convertido en una manera concreta de brindar a través del arte y la expresión plástica la oportunidad de transformar el sufrimiento físico, emocional y social. Considero que desarrollar el método que he creado es un regalo divino, del universo. Conectar con el arte como una forma de expresar lo que el alma desea comunicar, para sanar y aprender. Ha sido poderoso en mi propia vida y aprender a gestionar una fundación con limitados recursos ha sido un proceso desafiante que ha tenido un alto costo personal.
¿Tu persistencia ha sido la clave?
Escogí un camino guiado por esta creencia y por mi porfía, donde descubrí que el arte es una herramienta poderosa, un espacio de libertad para reconocerse, valorarse y conectarse con la vulnerabilidad y el coraje, de manera protegida. El arte tiene esa cualidad, te permite externalizar algo y mirarlo desde afuera, explorando límites. Aquí es donde entra el rol del terapeuta, acompañando para que los descubrimientos sean amorosos, aprendizajes y oportunidades transformadoras.
El camino hacia Lacaracola
El camino que condujo a la creación de la Fundación Lacaracola surgió de una serie de eventos que marcaron la vida de Carolina. Tras graduarse del colegio en 1985, su pasión por la danza la llevó a conocer en Chile a Susan Cashion, jefa de danza de la Universidad de Stanford. Este encuentro la impulsó a viajar a Estados Unidos por tres meses, una estancia que finalmente se extendió a 10 años. Durante este período, creó personajes únicos, como una avestruz que desarrolló mientras estudiaba pantomima con Marcel Marceau, y descubrió su vocación por el arte terapia a través de su experiencia en la escuela de danza afroamericana Alvin Ailey en Nueva York.
El punto de inflexión llegó cuando una fractura física y en el alma la dejó incapacitada para bailar. Sin embargo, esta limitación no detuvo su creatividad ni su determinación. Carolina empezó a celebrar cumpleaños y su versatilidad la llevó a involucrarse en diversas ocupaciones, trabajar en teatros o cuidar niños y ancianos.
Su búsqueda la condujo finalmente a estudiar expresión artística en el MOMA, lo que marcó un cambio crucial en su vida. Tras una serie de audiciones y estudios en este campo, Carolina encontró su verdadera pasión: brindar acompañamiento terapéutico a través de las Artes Expresivas a niños con cáncer en el Hospital Presbiteriano de Nueva York. Fue aquí donde germinó la semilla del método que eventualmente se convertiría en la Fundación Lacaracola.
"Creé un acompañamiento terapéutico a través de las Artes Expresivas que permitía honrar la vida y dejar un legado para esos niños, para que las familias pudieran tomar esta presencia de vida como un regalo, conectando con lo que esos niños, niñas y jóvenes habían venido a ofrecer y recibir", explica.
"Había una serie de ritos plásticos. Creamos marionetas gigantes con las sábanas de los niños, las llenábamos con objetos personales que habían sido importantes en sus vidas". Carolina proporcionaba una forma de conexión, transformación y aceptación en el proceso de final de vida.
"Hasta que llegó un niño que se suponía que iba a morir y no lo hizo. Este niño dejó una huella profunda en mi vida y fue quien me bautizó como 'Caracola', ya que encontró en mí un lugar para expresar lo que sentía, siendo yo la persona que podía verbalizar sus necesidades. Entonces, fui su 'caracola'. Este niño dejó una marca en mí, y cuando falleció, algo en mi se trizó y apuró mi regreso a Chile", rememora.
“Fue entonces cuando conocí a un hombre muy importante, mi psiquiatra, Ricardo Caponni que me desafió con una frase que nuevamente cambió mi vida y marcó el inicio de una nueva etapa: "La creatividad nos ayuda a vivir". Yo había creado un enfoque donde la creatividad ayudaba en el proceso de morir, pero ahora, el desafío era girarlo y utilizar la creatividad para revitalizarse y ayudar a vivir, tanto a mí como a otros”.
La creatividad es un camino para transformar el dolor en oportunidad de aprendizaje. Cada Programa terapéutico creado para los distintos diagnósticos de cáncer, tratamiento y fin de vida es una luz que acompaña, educa, descubre, amplia, abre y expresa.
Recte ad ardua
¿Qué es para ti el espíritu georgiano?
"Recte ad ardua", derecho a lo difícil, es lo que representa para mí el espíritu georgiano. Lo llevo arraigado en mi corazón. Soy como un mono porfiado. A veces, mi familia y mis cercanos me preguntan: "¿Hasta cuándo? ¿Cuánto más vas a agotarte con esto?" Pero cuando la pasión me impulsa, cuando es el amor lo que me guía, ahí está el arte, ahí están los niños, los jóvenes. La necesidad persiste, y es lo que he venido a hacer.
He tenido muchas cirugías. Muchas fallas, por todos lados. ¡Ser prematura tiene varios costos! Muy pifiada y he vivido así, con dolores físicos complejos. Pero cuando paso al pabellón pienso en un niño y digo “Si él pudo, yo puedo”. Me duele, pero me siento acompañada. Eso me ha dado un lugar desde donde mirar mi vida y me siento muy privilegiada cuando tengo que levantarme a acompañar un paciente.
Es la sensación de ser un diminuto grano de arena que contribuye para que una persona pueda despedir a su hijo o hija con dignidad, tomarlo en brazos y tener sus propios momentos. Existe un equipo clínico al que también estoy apoyando; me valoran y ven el aporte que puedo brindar con las alitas, mis yesos, mis estrellas, mis pájaros, porque un niño necesita elevarse, necesita el permiso de sus padres que acepten su partida y lo suelten hacia la libertad.
Son situaciones extremas donde la gente reacciona de manera extrema. Trabajo en una UCI y la gente no habla de la muerte. Pero yo voy con la muerte por delante, porque la muerte es luz.
A veces solo necesitamos una pasadita rápida por la vida, pues siempre venimos a dejar un legado. Hay niños que vienen por tres días y dejan una huella inconmensurable a su alrededor. Entonces, creo firmemente que venimos a dejar huella.
Una huella que ilumine.